28 junio, 2012

MARCHANDO CON DOCTOROW


LA GRAN MARCHA 
 E. L. Doctorow

Edgar Lawrence Doctorow (Nueva York, 1931) es uno de los más reputados exponentes de la literatura estadounidense actual. Entre las obras que mejor lo representan están las novelas “Ragtime”, “El libro de Daniel”, “Billy Bathgate” y “Ciudad de Dios” (algunas de ellas, llevadas al cine). “La Gran Marcha” (‘The March’, 2005) es su décima novela. En ella Doctorow escenifica el episodio final de la Guerra de Secesión de los EE.UU.: la marcha del ejército de la Unión al mando del general William T. Sherman por territorio confederado -los Estados de Georgia y las Carolinas-, en 1864-1865.

La novela ofrece una mirada panorámica del acontecimiento referido, y lo hace desde el punto de vista parcial y fragmentario de una variedad de personajes de muy diversa condición; algunos de ellos históricos –como el propio general Sherman, una de las figuras centrales de la obra- y otros, la mayoría, ficticios.Se trata entonces de una novela de estilo coral, según modalidad muy en bogaen la actualidad (no sólo en la novela sino también en el cine).
No se espere de “La Gran Marcha” una reconstrucción novelada al por menor de hechos militares, ni meditaciones en torno a las circunstancias políticas, económicas y sociales que desencadenaron la Guerra de Secesión. El verdadero interés de la obra está en la infrahistoria del gran suceso, en el contraluz de proporciones humanas del episodio histórico. Lo que preocupa a Doctorowes la condición humana sometida a los estragos de este conflicto, toda una cesura en la historia de su país.

El relato, amplio en sus propósitos, moderado en su extensión, consta de un muestrario de humanidad herida por el drama de la guerra civil. Predominan los figurantes, mucho más víctimas que agentes de la historia. El autor deja traslucir una mirada conmiserativa, más bien ajena al elogio de falsas grandezas y presuntos heroísmos. Acaso en la figura del general Marshall se concentre todo el punto de grandeza que Doctorow puede concebir en un acontecimiento tan sórdido como la Guerra de Secesión. Se percibe la admiración por el personaje de proporciones históricas, el jefe militar que conduce un ejército de gran tamaño en lo que debía ser –y fue- la operación que decidiese el final del conflicto. El retrato del personaje proporciona la imagen entrañable de un hombre entre los hombres: Sherman sufre, compadece y se envanece como cualquier otro. Pero también se manifiesta en él la presunción del que sabe destinado a los libros de historia. Así sucede, por ejemplo, que en medio de la campaña, Sherman se entere por la prensa del fallecimiento de su hijo de seis meses; en su reacción inmediata hay tanto dolor como vanidad:
Dejó caer las manos a los lados. Oh, Señor, exclamó, ¿también tú sientes envidia? (p. 135).
Sherman, el hombre, el general victorioso, se codea con el Dios de su fe.
Hay en la novela, sabiamente medido, cuanto dramatismo puede haber en un relato cuya substancia sea la guerra. No son sólo los sesenta mil hombres que componen el ejército unionista lo que alborota todo a su paso, sino también la vasta muchedumbre de esclavos liberados y de desarraigados que lo siguen. Y es todo un mundo en movimiento, un mundo a cuestas, como señala uno de los personajes:
Es que ustedes llevan un mundo a cuestas, dijo Emily.
Sí, tenemos todo lo que define a una civilización, dijo Wrede. Tenemos ingenieros, intendente, asentador de real, cocineros, músicos, médicos, carpinteros, criados y armas. ¿Está impresionada?
(p. 71).
Impresionada está Emily, puesto que su propio mundo de dama sureña se ha desmoronado al paso de este otro mundo en movimiento, al que azarosamente se ha incorporado, y del que poco antes había pensado –desde su posición de ‘adversaria’- que se trataba de una plaga más que de un ejército.

La novela, dicho está, posee el temple realista que compete al asunto. Las peripecias de los personajes contienen desgracia y buena fortuna. Presente está el toque de pesimismo, y es que no hay forma de hacerse demasiadas ilusiones acerca de la naturaleza humana. Por sufrida que haya sido la Guerra de Secesión, no era la primera ni sería la última gran matanza entre congéneres:
[…] Nuestra guerra civil, la fábrica devastadora de los huesos de nuestros hijos, no es más que una guerra posterior a otra guerra, una guerra anterior a otra guerra (p. 375).
Doctorow evita refocilarse en excesos sentimentales, y se agradece. Lo característico de “La Gran Marcha” es la sobriedad y un justificado verismo en lo que atañe al pequeño gran drama de la historia.


Rodrigo
E. L. Doctorow, La Gran Marcha. 
Roca Editorial, Madrid, 2006. 381 pp.

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